sábado, 15 de setiembre de 2007

Estadio del Espejo

El Estadio del Espejo

viernes, 14 de setiembre de 2007

Relaciones de poder en las que se inscribe el psicólogo al trabajar en instituciones psiquiátricas

Bueno, me parece que el título no deja mucho margen para las aclaraciones.

Este pequeño trabajo hace referencia a la historia de la psiquiatría en el Uruguay, al contexto en el que surge, para luego examinar las relaciones de poder en el ámbito del hospital psiquiátrico y el rol que tiene y/o debería tener el psicólogo en dicha institución.



Trabajo presentado para el curso de Taller de 1er ciclo de la Facultad de Psicología, Universidad de la República, Uruguay. Año 2004.


El contexto y el discurso de la psiquiatría en Uruguay

Los orígenes de la psiquiatría en el Uruguay se remontan al siglo XIX, más precisamente entre los años 1875 y 1880, época en la que se produce la instalación de la Cátedra de Medicina en el ámbito de la Universidad y la inauguración del Manicomio Nacional en Montevideo, más tarde rebautizado Hospital Vilardebó.

¿Hay algo curioso en las fechas mencionadas para la aparición formal de esta disciplina en nuestro país? Si seguimos la línea de pensamiento de J. P. Barrán, vemos que el hospital psiquiátrico se instala en el preciso momento en que comienzan a generarse las prácticas de poder desde el ámbito estatal para disciplinar a la bárbara sociedad oriental. Una de estas prácticas, a modo de ejemplo, puede ser precisamente la creación de la Cátedra de Medicina, punto de partida oficial para la medicalización de la sociedad, desde que, para poder lograr esto, hacen falta médicos autóctonos.

Si miramos el panorama internacional en este momento, notaremos que se hacía necesario para los países “centrales”, es decir poderosos económica, política y culturalmente (los europeos), civilizar, disciplinar a las inestables regiones “periféricas” y asegurarse así el suministro seguro de materias primas y cuerpos dóciles para el sistema capitalista financiero internacional que se estaba gestando como consecuencia de la Revolución Industrial y la expansión imperialista. Es el ideal de la modernidad, del Estado-Nación, de producción de ciudadanos, orden y progreso, abajo el deseo y arriba el deber.

Este análisis, que no por general nos resulta inútil, nos devuelve al Uruguay para fijarnos cómo se aplican las prácticas disciplinarias y de castigo. Como fue mencionado antes, la figura del loco es una creación de la modernidad. El loco es aquel que ha perdido la razón, ese bien supremo del mundo moderno. Si el mundo está regido y estructurado por la razón, si las normas que lo regulan se basan en la razón, el loco se convierte entonces en una falla del sistema, en un error, en un anormal, o lo que es más preciso, el llamado loco es la prueba viviente de dónde está fallando el sistema. El loco revela las grietas, las fisuras del orden establecido, el fracaso de las prácticas de poder. ¿Qué hacer, entonces?

La solución requiere de la producción de una nueva categoría: la “enfermedad mental”, y luego, de inmediato, la creación de un profesional que se ocupe de ella: el médico psiquiatra.

Si, como dijimos, el loco revela dónde falla el poder, hay que ocultarlo de la vista pública, aislarlo de la sociedad, tratarlo análogamente a como se trata a un preso: encerrarlo, luego, castigarlo. “Vigilar y castigar”, nada menos. Mantener al loco recluido y vigilado, lejos del mundo externo, donde no entrañe un peligro para el orden establecido.

El caso del Hospital Vilardebó es un buen ejemplo. El edificio quedó “atrapado” por el crecimiento urbano, pero lo que se buscaba en el principio (y fue un hecho al momento de su fundación) era una institución en las afueras de la ciudad, es decir, fuera de la vista de la población.

En 1923, se crea la Sociedad de Psiquiatría del Uruguay. Ya estamos en un momento histórico en el que nuestro país se ha insertado definitivamente en el nuevo orden capitalista mundial, vale decir, la sociedad uruguaya es una sociedad disciplinada y civilizada.

En la década del ’50 comienzan los problemas con el llamado “intrusismo” en la psiquiatría, un discurso médico que apuntaba sobre todo a la primera generación de psicólogos uruguayos que comenzaban a competir en el reducido mercado nacional. Lo que se pretende, desde el plano de lo dicho, es que el psicólogo sea un mero auxiliar del médico en la práctica clínica y sanitaria y en la psicoterapia, quedando restringido a la práctica psicológica la aplicación de técnicas psicométricas y de psicodiagnóstico.

En el plano de lo no dicho, es claro que la competencia en el mercado laboral hacía necesaria la formulación de una justificación teórica que mantuviera a raya del ámbito sanitario al psicólogo; por otro lado, no sólo desde lo económico el psicólogo representaba un peligro para el médico, sino también visto desde la óptica del poder: el psicólogo venía a disputar el poder del médico sobre la salud, o lo que es lo mismo, luchaba uno por obtener su parte en el biopoder, otro por conservarla.

El discurso de la psiquiatría uruguaya ha cambiado un poco, pero no demasiado ni menos en lo esencial. Sus referencias a la psicología son escasas; por lo general, al hacer una historia de la psiquiatría en el Uruguay, los psiquiatras no consideran de mayor relevancia la existencia de psicólogos (excepto, y entrelíneas, para los problemas arriba planteados: disputas económicas y de poder).

Se sigue defendiendo la existencia del hospital psiquiátrico, y no sólo desde los propios médicos. También los familiares de los pacientes, que han contribuido a la mejora de la calidad de vida dentro del hospital, los quieren ahí adentro. Lo que podemos traducir: los locos bien cuidados, en condiciones “humanas” y “dignas”, pero encerrados a fin de cuentas y lejos de casa.

Desde el discurso médico se dice “...pero como un cierto porcentaje de pacientes -aun con los recursos terapéuticos que hoy disponemos- exigen medidas especiales de seguridad somos partidarios de consolidar el Hospital Psiquiátrico (Vilardebó) como centro de resguardo para esas situaciones”[1]. La medicina ha tenido que ceder un poco, pero necesita aún, como prueba de su poder y como mecanismo de control social, encerrar a los casos más “graves” durante períodos más largos que los habituales. Y la apuesta es consolidar, hacer más sólido al hospital, fortalecerlo como lugar de vigilancia y castigo de aquellos que rompen con las normas, es decir, anormales.


Las relaciones de poder

Tomemos como punto de partida la idea de que el hospital psiquiátrico es un monumento al poder médico. Este problema es inseparable del concepto de enfermedad mental. Como vimos, se intenta justificar desde lo dicho, es decir, el discurso médico, la existencia del hospital psiquiátrico a través de la supuesta “rehabilitación”, “readaptación” del “enfermo”. Noción muy discutida, esta de enfermedad, porque no hay un acuerdo unánime para considerar a una persona enferma o no, al menos contrastando la postura del psiquiatra y la postura del psicólogo.

El psicólogo, al trabajar en el hospital psiquiátrico, puede perfectamente asumir el rol de “readaptador” al sistema... eso va en cada uno. Sin embargo, no es ese su rol, al menos no es intrínseco a su profesión.

Psiquiatra y psicólogo tienen ámbitos de acción diferentes y exclusivos: el primero maneja fármacos, el segundo maneja tests, y aquí no hay mayores problemas. Éstos surgen (lo cual no significa que no surjan en otras circunstancias y a propósito de otros motivos) al chocar en un campo común a ambas formaciones: la psicoterapia.

No hay que perder de vista la concepción de la psiquiatría desde ciertos autores (Castel, por ejemplo) como una ciencia política. Esto significa, por un lado, la alianza entre la medicina y la política, que se manifiesta más claramente en el hospital psiquiátrico, y por otro lado, el tratamiento del loco no como un enfermo más (no como alguien con gripe o con apendicitis o con cáncer o cualquier otra enfermedad más o menos grave), sino como un enfermo sumamente especial y peligroso para la sociedad, y por ende para el orden establecido.[2]

Por eso, el discurso médico dispone que uno de los criterios de mayor peso para la internación es la peligrosidad del sospechoso para sí mismo y para los demás, y en consiguiente la incapacidad de hacerse “responsable” y “conciente” (dos palabras de suma profundidad conceptual en este tema) de sus propios actos. Se trata al sospechoso de ser loco como a un menor de edad.[3] ¿Quién determina esta minoridad? La internación requiere la firma de un psiquiatra y dos médicos más.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver el psicólogo, cuál es su quehacer en todo esto? Si afirmamos que el hospital psiquiátrico es un monumento al poder médico, un lugar donde se hace manifiesto el biopoder en su faceta más “inhumana”, uno de los mejores ejemplos de la medicalización de la sociedad (reflejado también en el lenguaje cotidiano y cómo nos referimos a los locos y la locura), si nos llenamos la boca y los libros con frases como éstas, debemos preguntarnos si el psicólogo tiene algo que hacer en el hospital psiquiátrico. Ya fue expresado: el psicólogo puede contribuir al poder médico y ponerse a su servicio trabajando como un simple auxiliar. Pero, ¿qué hay más allá de eso? Si el psicólogo libra una lucha económica y de poder contra el psiquiatra (palabras duras pero a nuestro entender verosímiles), ¿qué hace ahí adentro?

Podemos encontrarle un posible sentido a esta cuestión si pensamos en lo conveniente que es para el poder médico expresar sus intenciones de una concepción integral de salud mental, ergo, incluir psicólogos en los hospitales psiquiátricos (a las órdenes médicas, por supuesto), ergo, defender la existencia de estas instituciones alegando entre otras cosas que los psicólogos participan en su funcionamiento. Lo que se obtiene en realidad es una participación meramente formal e intrascendente del psicólogo. De nuevo, ¿qué hace ahí adentro?

Es cierto que hasta donde es capaz, el psicólogo puede contribuir a mejorar las condiciones de vida de los internados. Pero esto se acaba en el mismo paciente; son cambios en un nivel absolutamente micro. Esto, en cuanto a lo que el psicólogo efectivamente hace ahí adentro. ¿Qué debería hacer en relación al hospital psiquiátrico?

Si son necesarios los hospitales psiquiátricos, es una polémica demasiado profunda para abordarla aquí con la necesaria pertinencia. Ahora, supongamos que no fueran necesarios, si consideramos que su objetivo no es curar sino recluir... ¿no deberían los psicólogos salir de ahí y buscar otros medios para comprender y tratar el problema de la locura? ¿No consistirá su rol, respecto a los locos, en promover y preparar, tanto a ellos como a la sociedad, para que ésta se haga cargo de lo que genera?


Diego Estin Geymonat


[1] Dr. Ángel M. Ginés, profesor de la Cátedra de psiquiatría, “Desarrollo y estado actual de la psiquiatría en el Uruguay”, en www.sitiomedico.com.uy.

[2] A propósito, resulta cuando menos curioso el tratamiento que se le da a una enfermedad “somática”, por llamarla de alguna manera, en comparación con el tratamiento dado a una enfermedad mental. La primera preocupa socialmente porque (si es el caso) puede ser contagiosa y generar epidemias, endemias o pandemias, con la consiguiente mortandad y disminución de fuerzas productivas, pero no más allá. En cambio la segunda preocupa socialmente porque muestra a todos las consecuencias menos deseadas de las prácticas de poder imperantes, y al mismo tiempo es un cuestionamiento de estas prácticas. Grosso modo, la naturaleza produce las enfermedades “somáticas”, mientras que es el hombre quien produce las enfermedades mentales; por este motivo, aquellas no tienen implicancias políticas, mientras que estas son una manifestación insoportable de los poderes en juego.

[3] Recordemos a Kant, que decía que la Ilustración (es decir, el imperio de la Razón), era la salida de la minoría de edad, de lo que podemos extraer la irracionalidad de un menor.



Relaciones de poder en las que se inscribe el psicólogo al trabajar en instituciones psiquiátricas