martes, 11 de marzo de 2008
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Ciertamente, este no es más que un lugar aparte que tengo para escribir sobre algunos ensayos de psicología, religión, etc.
Si quieren ir a la página que considero más representativa de lo que escribo, visiten a
Degollando Cisnes
de Agustín Acevedo Kanopa
martes, 4 de diciembre de 2007
Psicoanálisis y religión
Trabajo presentado para el curso de Psicoanálisis de 3er ciclo de la Facultad de Psicología, Universidad de la República, Uruguay. Año 2006.
Introducción
En este trabajo final, y como así lo propone la consigna, parto desde una pregunta:
¿Qué elementos de utilidad nos aporta el psicoanálisis, y especialmente la teoría del complejo de Edipo, para la comprensión de las formaciones religiosas?
Con esto, pretendo realizar un acercamiento a los estudios psicoanalíticos más importantes o significativos que tratan el tema de la religión en sus múltiples aspectos, especialmente en su desarrollo a lo largo de la historia de la humanidad, y en la forma y la fuerza con que se manifiestan.
El trabajo se encuentra dividido en tres partes. La primera, a modo de punto de partida, sintetiza algunos de los aportes de Nietzsche para la comprensión de los fenómenos religiosos, particularmente del cristianismo y del judaísmo, teniendo en cuenta la importancia capital e ineludible de este filósofo para todos los movimientos de la llamada “psicología profunda”, que surgirían casi contemporáneos suyo[1], y por ende la influencia y la continuidad de su pensamiento que en muchos aspectos representa el psicoanálisis.
La segunda parte aborda los principales escritos freudianos que tratan sobre el tema religioso, poniendo de relieve las comparaciones planteadas por el autor entre las neurosis (y por ende el complejo de Edipo), y las formaciones religiosas; también aquí, se hace inevitable la mención de las ideas más generales de Freud respecto a la humanidad y a la sociedad y la cultura en que vivió y en que escribía, y cómo formula sus “ideales”, con perspectivas a futuro, sobre los desarrollos culturales y las amenazas que se ciernen sobre éstos.
La tercera parte intenta indagar en un posible “algo más” respecto a las formaciones religiosas. Esto es, siguiendo en la línea de los desarrollos psicoanalíticos, me pregunto si en dichas formaciones no estará jugando “algo más”, de lo cual las explicaciones económicas y antropológicas no llegan a dar cuenta, y que no se agotaría en la comparación freudiana neurosis-religión.
Primera parte
Nietzsche, el psicólogo magno
“¿Cómo? ¿Es el hombre solamente un yerro de Dios? ¿O Dios solamente un yerro del hombre?”
Friedrich Nietzsche, 7º aforismo de El crepúsculo de los ídolos.
En la obra del filósofo alemán Friedrich Nietzsche encontramos gran cantidad de conceptos que más tarde desarrollaría el psicoanálisis.[2] Su pensamiento influenció a toda una generación europea, a finales del siglo XIX; sus propuestas eran revolucionarias, y rompían con toda una tradición filosófica y cultural. Encontramos aquí el desarrollo de una filosofía profundamente materialista, que dirige los más feroces ataques contra todo idealismo y sus formas concretas: la moral, los valores establecidos, la religión.
Nietzsche plantea el devenir del pensamiento occidental en torno al concepto de “razón” y a las implicancias que tuvo el ponerlo como cúspide y aspiración suprema de bien cultural.
Esto se da, según el autor, a partir de la filosofía socrática. Sócrates apareció, ante los ojos de sus contemporáneos, como un salvador frente “a la anarquía y desorden de las pulsiones”[3] en que la cultura griega, como síntoma de decadencia, había incurrido.
Su remedio fue la entronización de la razón por sobre todas las cosas, el sometimiento de las pasiones por medio de esta operación, su “represión” podríamos decir.
Con este movimiento, sucumbe también la idea del devenir, pues si algo caracteriza a los filósofos de la razón, es su creencia en el ser. Sin embargo, nada en la naturaleza respalda este concepto, sino más bien lo contradice: todas las cosas están en permanente cambio, todo lo vivo crece, se desarrolla, envejece, muere. Entonces, ¿cómo es posible que el ser sea? ¿Qué sucede aquí que no podemos percibir el ser? se preguntan estos filósofos…
La respuesta: somos víctimas de un engaño, que no nos permite percibir el ser, pues en eso está el problema… en la percepción. “Nuestros sentidos nos engañan”, concluyen.
Moraleja: librarse del engaño de los sentidos, del devenir, de la ciencia histórica, de la mentira; la ciencia histórica no es más que fe en los sentidos, fe en la mentira.[4]
Y como no podía ser de otra manera, con el rechazo de los sentidos, se rechaza también el cuerpo. Y así, los filósofos de la razón se erigen en enemigos de la vida.
Nietzsche señala, por otra parte, otra de las características de estos filósofos: la de poner en primer lugar aquello que va último, la confusión de las causas y los efectos. ¿Cómo es posible que existan nociones superiores, conceptos universales, ideas elevadas, valores supremos? No es posible que estas ideas hayan surgido de lo más “bajo”, de nuestra experiencia terrenal (pues ya vimos que esto es mentira, que no podemos confiar en nuestros sentidos); por lo tanto, tienen que haber estado primero, y tienen que ser incausadas, pues de otro modo habrían devenido, habrían llegado a ser (y ya vimos que sólo existe el ser, que eso del devenir es mentira). ¿Y cómo es posible que poseamos en nuestro intelecto tales nociones, tales categorías? Es necesario que hayamos sido divinos, que hayamos vivido en un mundo superior del cual caímos y nos queda la razón, o sus categorías, como vestigio. Aquí ya nos topamos con el pensamiento de Platón y con su concepción de un “mundo de las ideas”, superior e inalcanzable, y más tarde con los postulados de Kant.
Se ha concluido, así, por elaborar la creencia en dos mundos: el verdadero, del cual da cuenta la razón, y el aparente, del cual dan testimonio los sentidos, engañándonos.
La entronización de la razón trae aparejada otras consecuencias. La razón, dice Nietzsche, no es otra cosa sino “metafísica lingüística”; por medio suyo, se cree
en el “yo”, en el yo como ser, en el yo como sustancia, y proyecta la fe en el yo-sustancia en todas las cosas, y con ello crea el concepto de “cosa”… El pensamiento introduce el ser por todas partes como causa…[5]
Nietzsche introduce aquí el concepto de proyección, aplicado a la psicología, clave para entender este tema y clave también en los posteriores desarrollos psicoanalíticos.
Un poco más adelante, en la misma obra, Nietzsche retoma este mismo asunto, y apuntando implícitamente a un posible origen de las ideas religiosas, dice:
…el hombre ha proyectado hacia fuera de él sus tres “hechos internos”, aquello en lo que creía con más firmeza, la voluntad, el espíritu, el yo: sacó el concepto de ser del concepto de yo; puso con arreglo a su imagen, con arreglo a su concepto del yo como causa, las “cosas” como siendo. Nada tiene de extraño que más tarde solo encontrase en las cosas lo que él había metido en ellas. (…) ¡El error del espíritu como causa confundido con la realidad! ¡Y hecho medida de la realidad! ¡Y denominado Dios![6]
Respecto a esto, y continuando en la misma línea, Nietzsche plantea cómo el ser humano, frente a algo desconocido y vivenciado como displacentero (por ejemplo, una afección física), tiende a reconducirlo a algo conocido para poder explicarlo y tal vez dominarlo (pues la sensación del poder es placentera).
Como lo importante aquí es sacarse, es eliminar el displacer, no importa mucho la atribución de las causas, o mejor dicho, se echa mano de aquellas explicaciones causales más comunes, las más acostumbradas, por ser las primeras que se encuentran a disposición, y esto porque se actúa impelido por el miedo. “Lo nuevo, lo no vivenciado, lo ajeno, es excluido como causa”[7]. La consecuencia de esto es que, precisamente por la fuerza de la costumbre, esas explicaciones se terminan erigiendo en sistema excluyente de causas, y como tal, en sistema universal y ahistórico; es decir, se ha puesto lo que en un principio no fueron más que efectos concretos y más o menos aislados, en el lugar de causa absoluta.
Como corolario de esto, basta remitirnos a las explicaciones religiosas, tal como eran formuladas aún en la época de Nietzsche, y tal como han venido siendo formuladas, de un tiempo a esta parte, cada vez más insistente y mediáticamente, por ciertos sectores cristianos: todo lo malo es causa de malos espíritus y en última instancia del Diablo, y todo lo bueno es a causa de la gracia de Dios.
Nietzsche responde a estas concepciones con el llamado a la trasnmutación de todos los valores, a invertir la dirección del pensamiento, a abolir ese mundo “verdadero” y junto con él al aparente, colocando en su justo lugar a la razón por medio de la ciencia. Por esto considerará al idelista y al teólogo como enemigos del conocimiento, del bienestar, de los sentidos, en fin, de la vida. Por esto es que sentenciará: “el espíritu puro es mentira pura”[8].
Es precisamente por el camino contrario al del “espíritu puro” por donde va la propuesta de Nietzsche. Siguiendo una línea que lo coloca entre los pensadores materialistas más revolucionarios del siglo XIX (y con esto estoy pensando en Karl Marx y Charles Darwin), el filósofo alemán dice:
No nos empeñamos en que el hombre descienda del espíritu ni de la Divinidad; lo hemos vuelto a colocar entre los animales. Es, para nosotros, el animal más fuerte porque es el más sagaz; nuestra espiritualidad es una consecuencia de ello.[9]
Con este movimiento, se restituye a sus debidos lugares las causas y los efectos; el ser humano no es más que un animal, que probablemente por azar haya adquirido el leguaje, y con éste la razón, y con ésta la “espiritualidad”, su capacidad de abstracción, de proyección… pues Nietzsche nos previene de caer en la tentación evolucionista de considerar al ser humano como la culminación perfecta de la evolución y la selección natural.
Su concepción del conocimiento no es más que otra expresión de su forma de entender al ser humano. Lejos del positivismo y de los progresos lineales, ascendentes y por etapas, Nietzsche plantea que el devenir del conocimiento, el difícil progreso de la ciencia en tanto saber al servicio de la vida (verbigracia, la “Gaya Ciencia”) ha sido tal por hallarse en permanente lucha con el saber religioso, o mejor dicho, sacerdotal.[10] La ciencia ha surgido históricamente en una ardua lucha contra las fuerzas idealistas, metafísicas, religiosas, profundamente arraigadas en la cultura y en los instintos.
El pecado, (…) esa forma de masturbación por excelencia, ha sido inventado para hacer imposible la ciencia, la cultura, la elevación y nobleza de la humanidad.[11]
Segunda parte
Freud: el psicoanálisis y la filosofía de la religión
“No; nuestra ciencia no es una ilusión. Sí lo sería creer que podríamos obtener de otra parte lo que ella no puede darnos.”
Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión.
Las preocupaciones intelectuales de Freud en los años finales de su vida se centraron principalmente en problemas que hacen a la antropología, a la filosofía, a la epistemología, y al estudio de la cultura, con la sólida apoyatura del edificio teórico y técnico que había construido durante décadas.
Antes de meternos en el tema de las relaciones entre el psicoanálisis y la religión, creo conveniente, para su correcta contextualización, realizar una especie de síntesis de las ideas generales de Freud sobre la sociedad y la cultura.
En su libro “El descubrimiento del inconsciente”, Henri Ellenberger dice que la filosofía de Freud expresaba “una ideología materialista, atea”, siendo “una forma extrema de positivismo, que consideraba peligrosa la religión y superflua la metafísica”.[12]
Ha sido desde siempre un tópico de permanente discusión cómo se debe comprender el psicoanálisis en el contexto de la filosofía positivista, contexto en el cual se originó y filosofía a la cual cuestionó duramente. Pero a Freud, ¿podemos considerarlo un pensador positivista?
No se llegará aquí a ninguna respuesta definitiva, por supuesto. Sólo tomaré algunos elementos de su pensamiento que sean útiles para la consigna propuesta.
Freud parte de una concepción del ser humano como un ser en conflicto consigo mismo, y por ende con los demás. Ontogenéticamente hablando, el humano debe desarrollarse en cuanto tal por el progresivo sometimiento y reconducción de las pulsiones, es decir, por el progresivo predominio del principio de realidad sobre el principio de placer. Sin embargo, las pulsiones así sometidas permanecen siempre latentes, siempre activas, porque, además de tender a la satisfacción, son las que prestarían al organismo la energía psíquica necesaria para su funcionamiento.
Ahora bien, la cultura o civilización (Freud no diferencia entre ambos conceptos), tiene dos objetivos, o cumple dos funciones, primordiales: el conocimiento y la técnica para dominar la naturaleza y para la producción de bienes económicos, y la regulación normativa para la convivencia comunitaria.
Sin embargo, plantea Freud, los humanos ven estas regulaciones como trabas para la satisfacción de sus pulsiones, sobre todo cuando estos humanos son los menos favorecidos en el disfrute de los bienes culturales (los que por su parte vendrían a ser producto de las pulsiones reconducidas, “sublimadas”, de la sociedad), y en consecuencia adoptan una actitud hostil hacia la cultura, pues no sólo no hay mucho de ella que sientan como favorable, sino porque la ven como la causa de sus desdichas.
Así, se recibe la impresión de que la cultura es algo impuesto a una mayoría recalcitrante por una minoría que ha sabido apropiarse de los medios de poder y de compulsión.[13]
En este punto, Freud casi suena como un marxista, máxime si tenemos en cuenta sus críticas a la religión, a la cual sitúa como “la pieza quizá más importante del inventario psíquico de una cultura.” Y continúa:
Desde luego, cabe suponer que estas dificultades no son inherentes a la cultura misma, sino que están condicionadas por las imperfecciones de sus formas desarrolladas hasta hoy. De hecho, no resulta difícil pesquisar esos defectos. Mientras que la humanidad ha logrado continuos progresos en el sojuzgamiento de la naturaleza, y tiene derecho a esperar otros mayores, no se verifica con certeza un progreso semejante en la regulación de los asuntos humanos (...).[14]
Debo reconocer que me sorprendió la lectura de este fragmento, particularmente la primera parte. Allí Freud plantea con claridad insuperable la historicidad de su análisis y de las formaciones culturales, y por consiguiente podemos suponer que con ello renuncia a toda pretensión de aplicación universalista y atemporal de las ideas psicoanalíticas. Es decir, las ideas que presenta, las críticas que efectúa, son válidas sólo para Occidente, en determinada época histórica; las cosas han devenido así en esta parte del mundo, pero no hay nada que nos indique que así es cómo deben ser.
Ya tenemos elementos suficientes como para pensar la cuestión del positivismo en Freud. Es cierto que su crítica a la religión podría colocarlo del lado del positivismo; pero no debemos olvidarnos que una corriente tan ajena a Freud y a los positivistas como el marxismo, también le realiza críticas feroces, y bastante parecidas. En este punto, deberíamos remitirnos a la matriz común de estas corrientes de pensamiento, y conceptualizarlas como producciones de saber modernas, y por tanto enfrentadas a la religión. Y no cabe duda que Freud es uno de los pensadores claves para comprender la modernidad más reciente.
Por otro lado, la visión general sobre el desarrollo de la sociedad occidental se aleja marcadamente de las concepciones positivistas. Tanto éstos como Freud planteaban el progreso de la ciencia como manifestación del dominio humano sobre la naturaleza, pero Freud compara este progreso con el de la regulación de las relaciones sociales de una forma negativa para éste último.
Lejos de pregonar un desarrollo optimista, progresivo, lineal y ascendente de la humanidad, cuya culminación, para los positivistas, sería la sociedad moderna, Freud ve las cosas de un modo diferente, bastante más complejo y sin dudas más sombrío.
El ideal de sociedad que plantea pone de relieve las consecuencias nefastas que en la sociedad moderna las regulaciones normativas traen para las “masas”:
Se dirá que el carácter de las masas de seres humanos, tal como lo hemos descrito, está destinado a probar que la compulsión al trabajo cultural es indispensable; pero ese mismo carácter no es sino la consecuencia de normas culturales deficientes, que enconan a los hombres, los vuelven hoscos y vengativos. Nuevas generaciones, educadas en el amor y en el respeto por el pensamiento, que experimentaran desde temprano los beneficios de la cultura, mantendrían también otra relación con ella, la sentirían como su posesión más genuina, estarían dispuestas a ofrendarle el sacrificio de trabajo y de satisfacción pulsional que requiere para subsistir.[15]
Se trata de lo que el propio Freud llama “educación para la realidad” (¿educación cultural en el principio de realidad?). Esto llevará, según él, a la superación del infantilismo cultural, cuya expresión más significativa sería la religión, y a la aceptación por parte del ser humano de su desvalimiento y su insignificancia frente a un universo hostil, frente a una realidad que aparece sin sentidos preestablecidos pero tampoco sin un destino único y predeterminado. Y es este el valor que tendría tal paso, algo que ya Nietzsche había propuesto con su teoría del superhombre y de la espiritualización de las pasiones: la toma de posesión por parte de los humanos de su propio destino.
En este proceso, la ciencia ocuparía un lugar fundamental, indispensable, estratégico. Esta superación del infantilismo religioso, de la “minoría de edad” estaría tentado a decir, siguiendo a Kant a propósito de la Ilustración, no puede ir desligada del progreso de la ciencia al servicio de la humanidad toda, pero también la ciencia, en tanto saber que se asienta sobre bases diferentes que la religión, tiene mucho que contribuir a este cambio de postura frente a la realidad.
En este sentido, todas las incertidumbres que plagan la práctica científica, frente a las verdades absolutas religiosas, se ven compensadas por sus productos y por la capacidad que otorga a las sociedades para imponerse a la naturaleza. Pero Freud es conciente que esto será así siempre y cuando la propia ciencia no se erija como una nueva religión. Vemos aquí, entonces, otra diferencia con el positivismo, referida al valor que se concede a los efectos de verdad de la ciencia.
Hechas estas precisiones generales, pasemos al estudio puntual de la crítica a las formaciones religiosas.
Podría comenzar diciendo que Freud considera las representaciones religiosas como “ilusiones”, esto es, una creencia que en su motivación esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo, “y en esto prescindimos de su nexo con la realidad efectiva, tal como la ilusión misma renuncia a sus testimonios.”[16]
Para comprender esto mejor, debemos primero comentar cómo ve Freud la evolución de las ideas religiosas a lo largo de la historia.
Como ya vimos, una de las tareas de la cultura es proteger a los humanos de las fuerzas de la naturaleza, y en lo posible, ponerlas a su servicio. Y las representaciones religiosas, como porción significativa de la cultura, aportan lo suyo.
Freud se remonta a los tiempos primigenios de la humanidad, y se vale de un paralelismo ontogenético para explicar y dar sentido a sus ideas. ¿Con qué nos encontramos al principio, en los albores de la humanidad? Con grupos de personas ya no animales, capaces de inventar lenguajes y por ende de razonar, aunque de una manera aún oscura. Estos primeros humanos se encontraron frente a un mundo hostil, que a cada paso les suponía graves amenazas para su supervivencia (hoy el mundo no nos trata mucho mejor, y si algo hemos mejorado es precisamente por los progresos técnico-científicos). Pero si algo los caracterizaba, o mejor dicho, si algo los hacía humanos, y si algo les permitía esa supervivencia, era justamente el lenguaje y la vida comunitaria; podían vivir porque lo hacían con otros más o menos semejantes.
Ahora bien, ¿qué hacer para aplacar la amenaza de esas fuerzas de la naturaleza? Los humanos se comportaron de la única manera que sabían cuando de sobrevivir se trataba: estableciendo relaciones con “lo otro”, o lo que es lo mismo, “humanizando” las fuerzas naturales.
Introduciendo el mencionado paralelismo, Freud dice que la humanidad siguió las pautas que le marcaban la historia infantil. De esta manera, al principio, también el niño se encontró desvalido frente a un mundo amenazador y al que muy confusamente lograba comprender; pero al mismo tiempo, encontraba la protección de otros más o menos semejantes, pero más poderosos. Aquí, Freud señala la figura paterna como clave por su significatividad doble, agresiva-protectora, y la manera de sobrevivir, estableciendo relaciones (de complacencia, sobre todo) con esa figura para poder influir sobre ella, y así granjearse su afecto y la consiguiente evitación de sus furias.
Es por esto que los humanos echaron mano de estas representaciones para figurarse sus relaciones con las fuerzas de la naturaleza, y no sólo las humanizaron, sino que les atribuyeron un carácter paterno. Aquí nos encontramos ya con la génesis de los espíritus y los primeros dioses.
La siguiente fase en la evolución de las representaciones religiosas se da cuando los humanos se dan cuenta, tras largas observaciones y experiencia de vida, que las fuerzas de la naturaleza (y los dioses que a través de ellas se expresan) no son tan caóticas como al principio podían pensar, sino que más bien no son caóticas en absoluto: siguen reglas precisas y predecibles, que siguen una dinámica autónoma. Surge así la idea de las “leyes de la naturaleza”, contra las que poco pueden hacer los dioses, por más que ellos las puedan haber establecido. Y junto a estas leyes aparece la idea de un destino superior, superior incluso a los dioses (como claramente lo expresa la mitología griega).
¿Qué pueden hacer estos dioses así disminuidos? ¿Qué remedio tienen para la humanidad, que ha vuelto a verse amenazada por fuerzas cuyo sentido aún permanece inescrutable? La respuesta es: las normas morales, las reglas de convivencia, los preceptos culturales que puedan permitir a los humanos sobrellevar su existencia y dar respuesta sus problemas más oscuros. Los dioses se han replegado sobre el tercero de sus propósitos: “resarcir por las penas y las privaciones que la convivencia cultural impone al hombre.”[17]
De aquí se sigue que los humanos se formaran la idea más acabada, más refinada, en relación a la figura paterna como arquetipo infantil que ya había sido utilizada antes, de una fuerza superior (superior sobre todo al destino) y bondadosa, que daba sentido al sufrimiento sobre esta tierra y prometía una existencia dichosa después de la muerte, pero sólo para aquellos que cumpliesen con los preceptos morales, pues dichos preceptos estaban dictados por esa inteligencia superior e inescrutable. El ser humano es pensado entonces como un ser en desarrollo, de algo más bajo a algo más superior, menos terrenal. Vemos así que esa fuerza superior es sólo agresiva en apariencia, pues al final del día es bondadosa en extremo al proporcionar una felicidad eterna.
El pueblo que fue el primero en alcanzar esa concentración de las propiedades divinas no se enorgulleció poco de ese progreso. Había puesto al descubierto el núcleo paterno que desde siempre se ocultaba tras la figura de Dios; en el fondo, fue un regreso a los comienzos históricos de la idea de Dios. Ahora que Dios era único, los vínculos con él podían recuperar la intimidad e intensidad de las relaciones del niño con su padre. Y se quiso ser recompensado por el haber hecho tanto en beneficio del padre: al menos, ser el único hijo amado, el pueblo elegido.[18]
Este es el recorrido, antropológico, histórico y psicológico, que realiza Freud para explicar la génesis de las formaciones religiosas. Las semejanzas con las ideas de Nietzsche son evidentes, aunque éste parece haber expresado el problema en términos más bien filosóficos.
Freud no se queda sólo en esto en su análisis, sino que lanza una idea respecto a la religión que en cierta forma es la deducción lógica de todo lo desarrollado hasta aquí: la idea de que la religión
sería la neurosis obsesiva humana universal; como la del niño, provendría del complejo de Edipo, del vínculo con el padre. Y de acuerdo con esta concepción cabría prever que, por el carácter inevitable y fatal de todo proceso de crecimiento, el extrañamiento respecto de la religión debe consumarse, y que ahora, justamente, nos encontraríamos en medio de esa fase de desarrollo.[19]
Freud plantea a la religión como algo probablemente necesario en la evolución humana, pero también necesariamente condenado a desaparecer. Esto lo podemos entender mejor si echamos mano de los planteos de Lacan referidos al complejo de Edipo y al complejo de castración.
Si ponemos las cosas en términos de comparación ontogénesis-filogénesis, debemos suponer que la castración que implica la religión debe habilitar para una adquisición posterior. Pero, ¿a qué habilitaría? Y sobre todo, ¿está interesada la religión en esta habilitación?
Ya Nietzsche nos decía que “el santo en el que Dios tiene su complacencia es el castrado ideal… La vida termina allí donde empieza el “Reino de Dios”…”[20] Y Freud nos recuerda el rito de la circunsición como un acto simbólico de la castración.[21]
Nietzsche hablaba de la “vida” y de la “espiritualización de las pasiones”; Freud, del conocimiento, de la sublimación de las pulsiones y de la superación de esa neurosis infantil llamada religión; ambos se referían a la toma de control por parte de la humanidad de su propia existencia.
¿Qué era aquél santo, castrado ideal? Era una persona que había renunciado a toda ansia de saber, de poder, de placer, sólo para refugiarse en la acogedora Verdad Absoluta, que no era más que Ignorancia Absoluta. ¿Es que debemos considerar a la religión como enemiga del conocimiento?
No tenemos más que una respuesta, como ya hemos visto a través de este trabajo, si nos paramos desde el punto de vista de la modernidad. Pero no es preciso que nadie de “afuera”, de otra forma de ver el mundo, acuse de semejante cargo a la religión. ¿Acaso el pecado original no es el pecado de “ciencia”? ¿Acaso el temor de Dios no era que los humanos adquirieran conocimientos reservados sólo para él?[22]
Si Freud está en lo cierto, podemos suponer, a través de Lacan, que la superación de la neurosis religiosa habilitará a la ciencia; pero no será algo fácil, puesto que la ganancia secundaria que proporciona dicha neurosis resulta harto provechosa, en principio y para la mayoría de las personas, en comparación con los frutos inciertos de la ciencia. No obstante lo cual, Freud se erige como un defensor, casi como un creyente, en la postrera victoria de la ciencia en la lucha establecida:
creemos que el trabajo científico puede averiguar algo acerca de la realidad del mundo, a partir de lo cual podemos aumentar nuestro poder y organizar nuestra vida. Si esta creencia es una ilusión, estamos en la misma situación que usted [imaginario interlocutor religioso], pero la ciencia, por medio de éxitos numerosos y sustantivos, nos ha probado que no es una ilusión. Ella tiene muchos enemigos francos, y en mayor número todavía solapados, entre quienes no le pueden perdonar que despotenciara a la fe religiosa y amenazara derrocarla. Se le reprocha que nos ha enseñado muy poco y que es incomparablemente más lo que ha dejado en la oscuridad. Pero se olvida lo joven que es, lo trabajosos que fueron sus comienzos, y la pequeñez casi evanescente del lapso transcurrido desde que el intelecto humano se irguió a la altura de sus tareas.[23]
Tercera parte
Psicosis, muerte, Nirvana
“El absoluto es la fusión total con Dios. Mi objetivo es ir al reino del absoluto.”
José Luis, paciente entrevistado en el Hospital Vilardebó, probable esquizofrénico.
Como lo planteaba en la introducción, trataré de exponer brevemente algunas ideas que he extraído de la lectura para este trabajo, referidas al tema de las formaciones religiosas, y la pregunta de si éstas no estarían expresando “algo más” que escapa a las explicaciones económicas y antropológicas.
Freud sostiene, en Más allá del principio del placer, y a raíz de su análisis del fenómeno de la compulsión a la repetición, que todos los organismos están regidos por el principio de constancia o principio de Nirvana (idea que puede rastrearse mucho antes, por ejemplo en Pulsiones y destinos de pulsión y La interpretación de los sueños), principio primigenio que antecede al de placer, y que expresa la tendencia de los organismos a mantenerse exentos de excitación, y exentos por tanto de displacer.
De esta idea Freud deduce que estamos en presencia de una manifestación atávica de una tendencia universal al regreso, a un “eterno retorno de lo igual”[24], a la restitución original de lo animado en lo inanimado. La muerte, entonces, no sería más que el cumplimiento de este principio universal, el fin absoluto de toda excitación, el placer supremo, el corte definitivo, la no necesidad de la realidad externa, la hostil realidad externa proveedora de estímulos dolorosos. La muerte, entonces, y aunque suene estúpidamente obvio, no sería más que el propósito (fin) de la vida.
Conocemos, o tenemos la noción, de otros dos estados similares, que podríamos interpretarlos también a la luz de estos conceptos: la psicosis, en lo que se refiere a la psicopatología occidental, y el Nirvana, especie de más allá del budismo y del hinduismo que se caracteriza por el no ser, por la extinción total de toda forma de existencia.
Es bastante clara, entonces, la relación de las religiones orientales con la concepción de la existencia que plantea Freud, al punto de que éste llega a nombrar a ese principio universal como principio de Nirvana. Ahora bien, me pregunto si la psicosis y el cristianismo, en Occidente, no manifiestan también, a su manera, esta tendencia al Nirvana, es decir, a la desconexión con toda fuente de excitación, o a lo que no es sino una traducción de esto, a la desconexión con la realidad objetiva, la una en esta tierra, la otra como promesa en un más allá.
Ciertamente podemos inferir, a modo de hipótesis, que todos los humanos atravesamos por una experiencia de esas características. Es más; el comienzo de nuestras existencias se da en un medio de esas características, un medio de “fusión total”. Me refiero, claro está, a la vida intrauterina. Quizás el deseo de un retorno al absoluto no sea sino un vestigio de esa experiencia. Sin olvidar por un instante los intereses reales y terrenales puestos en juego cuando de este tema se trata, podríamos pensar que quizás las religiones expresen, o canalicen de algún modo, dicho deseo universal.
Diego Estín Geymonat
Bibliografía
Ellenberger, H. (no especifica año). El descubrimiento del inconsciente. (no especifica edición). Madrid: Gredos.
Freud, S. (1980). El malestar en la cultura. (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
(1980). El porvenir de una ilusión. (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
(1980). El yo y el ello. (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
(1980). Más allá del principio de placer. (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
(1980). Moisés y la religión monoteísta. (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
(1980). Psicología de las masas y análisis del yo. (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
Lacan, J. (1994). Capítulos VIII-X, en Seminario V. (no especifica edición) Barcelona: Paidós
Nietzsche, F. (2002). Así hablaba Zaratustra. (1ª. ed.) Barcelona: Edicomunicación.
(1993). El Anticristo. (2ª. ed.). México: Editores Mexicanos Unidos.
(2002). El crepúsculo de los ídolos. (1ª. ed.) Madrid: Edaf.
[1] Casi simbólicamente, Nietzsche moría el mismo año que Freud publicaba “La interpretación de los sueños”.
[2] Como tan a menudo es puesto de manifiesto, la filosofía de Nietzsche abarca varios temas de los cuales muchos tienen directa relación con el psicoanálisis. Aquí se hará una selección, breve y sintética, y respetando el sentido de su obra, de aquellos puntos que están vinculados con el tema tratado en este trabajo.
[3] Izquierdo, A. (2002). Prólogo. En Nietzsche, F. El crepúsculo de los ídolos. (p. 11). (1ª. ed.) Madrid: Edaf.
[4] Nietzsche, F., op. cit., p. 58.
[5] Ídem, p. 62.
[6] Ídem, pp. 79-80.
[7] Ídem, p. 82.
[8] Nietzsche, F. (1993). El Anticristo. (p. 21). (2ª. ed.). México: Editores Mexicanos Unidos.
[9] Ídem, p. 28.
[10] Ídem, pp. 91-3.
[11] Ídem, p. 93.
[12] Ellenberger, H. (no especifica año). El descubrimiento del inconsciente. (p. 609). (no especifica edición). Madrid: Gredos.
[13] Freud, S. (1980). El porvenir de una ilusión. (p. 6) (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
[14] Ídem, pp. 6-7.
[15] Ídem, p. 8.
[16] Ídem, p. 31.
[17] Ídem, p. 18.
[18] Ídem, p. 19.
[19] Ídem, p. 43.
[20] Nietzsche, F. El crepúsculo…, op. cit., p. 72
[21] Freud, S. (1980). Moisés y la religión monoteísta. (p. 118). (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
[22] Por esto es que dicho pecado configura también el pecado de orgullo o de soberbia.
[23] Freud, S. El porvenir…, op. cit. pp. 53-54.
[24] Freud, S. (1980). Más allá del principio de placer. (p. 22). (no especifica edición). Buenos Aires: Amorrortu.
sábado, 15 de setiembre de 2007
viernes, 14 de setiembre de 2007
Relaciones de poder en las que se inscribe el psicólogo al trabajar en instituciones psiquiátricas
Este pequeño trabajo hace referencia a la historia de la psiquiatría en el Uruguay, al contexto en el que surge, para luego examinar las relaciones de poder en el ámbito del hospital psiquiátrico y el rol que tiene y/o debería tener el psicólogo en dicha institución.
El contexto y el discurso de la psiquiatría en Uruguay
Los orígenes de la psiquiatría en el Uruguay se remontan al siglo XIX, más precisamente entre los años 1875 y 1880, época en la que se produce la instalación de la Cátedra de Medicina en el ámbito de la Universidad y la inauguración del Manicomio Nacional en Montevideo, más tarde rebautizado Hospital Vilardebó.
¿Hay algo curioso en las fechas mencionadas para la aparición formal de esta disciplina en nuestro país? Si seguimos la línea de pensamiento de J. P. Barrán, vemos que el hospital psiquiátrico se instala en el preciso momento en que comienzan a generarse las prácticas de poder desde el ámbito estatal para disciplinar a la bárbara sociedad oriental. Una de estas prácticas, a modo de ejemplo, puede ser precisamente la creación de la Cátedra de Medicina, punto de partida oficial para la medicalización de la sociedad, desde que, para poder lograr esto, hacen falta médicos autóctonos.
Si miramos el panorama internacional en este momento, notaremos que se hacía necesario para los países “centrales”, es decir poderosos económica, política y culturalmente (los europeos), civilizar, disciplinar a las inestables regiones “periféricas” y asegurarse así el suministro seguro de materias primas y cuerpos dóciles para el sistema capitalista financiero internacional que se estaba gestando como consecuencia de la Revolución Industrial y la expansión imperialista. Es el ideal de la modernidad, del Estado-Nación, de producción de ciudadanos, orden y progreso, abajo el deseo y arriba el deber.
Este análisis, que no por general nos resulta inútil, nos devuelve al Uruguay para fijarnos cómo se aplican las prácticas disciplinarias y de castigo. Como fue mencionado antes, la figura del loco es una creación de la modernidad. El loco es aquel que ha perdido la razón, ese bien supremo del mundo moderno. Si el mundo está regido y estructurado por la razón, si las normas que lo regulan se basan en la razón, el loco se convierte entonces en una falla del sistema, en un error, en un anormal, o lo que es más preciso, el llamado loco es la prueba viviente de dónde está fallando el sistema. El loco revela las grietas, las fisuras del orden establecido, el fracaso de las prácticas de poder. ¿Qué hacer, entonces?
La solución requiere de la producción de una nueva categoría: la “enfermedad mental”, y luego, de inmediato, la creación de un profesional que se ocupe de ella: el médico psiquiatra.
Si, como dijimos, el loco revela dónde falla el poder, hay que ocultarlo de la vista pública, aislarlo de la sociedad, tratarlo análogamente a como se trata a un preso: encerrarlo, luego, castigarlo. “Vigilar y castigar”, nada menos. Mantener al loco recluido y vigilado, lejos del mundo externo, donde no entrañe un peligro para el orden establecido.
El caso del Hospital Vilardebó es un buen ejemplo. El edificio quedó “atrapado” por el crecimiento urbano, pero lo que se buscaba en el principio (y fue un hecho al momento de su fundación) era una institución en las afueras de la ciudad, es decir, fuera de la vista de la población.
En 1923, se crea la Sociedad de Psiquiatría del Uruguay. Ya estamos en un momento histórico en el que nuestro país se ha insertado definitivamente en el nuevo orden capitalista mundial, vale decir, la sociedad uruguaya es una sociedad disciplinada y civilizada.
En la década del ’50 comienzan los problemas con el llamado “intrusismo” en la psiquiatría, un discurso médico que apuntaba sobre todo a la primera generación de psicólogos uruguayos que comenzaban a competir en el reducido mercado nacional. Lo que se pretende, desde el plano de lo dicho, es que el psicólogo sea un mero auxiliar del médico en la práctica clínica y sanitaria y en la psicoterapia, quedando restringido a la práctica psicológica la aplicación de técnicas psicométricas y de psicodiagnóstico.
En el plano de lo no dicho, es claro que la competencia en el mercado laboral hacía necesaria la formulación de una justificación teórica que mantuviera a raya del ámbito sanitario al psicólogo; por otro lado, no sólo desde lo económico el psicólogo representaba un peligro para el médico, sino también visto desde la óptica del poder: el psicólogo venía a disputar el poder del médico sobre la salud, o lo que es lo mismo, luchaba uno por obtener su parte en el biopoder, otro por conservarla.
El discurso de la psiquiatría uruguaya ha cambiado un poco, pero no demasiado ni menos en lo esencial. Sus referencias a la psicología son escasas; por lo general, al hacer una historia de la psiquiatría en el Uruguay, los psiquiatras no consideran de mayor relevancia la existencia de psicólogos (excepto, y entrelíneas, para los problemas arriba planteados: disputas económicas y de poder).
Se sigue defendiendo la existencia del hospital psiquiátrico, y no sólo desde los propios médicos. También los familiares de los pacientes, que han contribuido a la mejora de la calidad de vida dentro del hospital, los quieren ahí adentro. Lo que podemos traducir: los locos bien cuidados, en condiciones “humanas” y “dignas”, pero encerrados a fin de cuentas y lejos de casa.
Desde el discurso médico se dice “...pero como un cierto porcentaje de pacientes -aun con los recursos terapéuticos que hoy disponemos- exigen medidas especiales de seguridad somos partidarios de consolidar el Hospital Psiquiátrico (Vilardebó) como centro de resguardo para esas situaciones”[1]. La medicina ha tenido que ceder un poco, pero necesita aún, como prueba de su poder y como mecanismo de control social, encerrar a los casos más “graves” durante períodos más largos que los habituales. Y la apuesta es consolidar, hacer más sólido al hospital, fortalecerlo como lugar de vigilancia y castigo de aquellos que rompen con las normas, es decir, anormales.
Las relaciones de poder
Tomemos como punto de partida la idea de que el hospital psiquiátrico es un monumento al poder médico. Este problema es inseparable del concepto de enfermedad mental. Como vimos, se intenta justificar desde lo dicho, es decir, el discurso médico, la existencia del hospital psiquiátrico a través de la supuesta “rehabilitación”, “readaptación” del “enfermo”. Noción muy discutida, esta de enfermedad, porque no hay un acuerdo unánime para considerar a una persona enferma o no, al menos contrastando la postura del psiquiatra y la postura del psicólogo.
El psicólogo, al trabajar en el hospital psiquiátrico, puede perfectamente asumir el rol de “readaptador” al sistema... eso va en cada uno. Sin embargo, no es ese su rol, al menos no es intrínseco a su profesión.
Psiquiatra y psicólogo tienen ámbitos de acción diferentes y exclusivos: el primero maneja fármacos, el segundo maneja tests, y aquí no hay mayores problemas. Éstos surgen (lo cual no significa que no surjan en otras circunstancias y a propósito de otros motivos) al chocar en un campo común a ambas formaciones: la psicoterapia.
No hay que perder de vista la concepción de la psiquiatría desde ciertos autores (Castel, por ejemplo) como una ciencia política. Esto significa, por un lado, la alianza entre la medicina y la política, que se manifiesta más claramente en el hospital psiquiátrico, y por otro lado, el tratamiento del loco no como un enfermo más (no como alguien con gripe o con apendicitis o con cáncer o cualquier otra enfermedad más o menos grave), sino como un enfermo sumamente especial y peligroso para la sociedad, y por ende para el orden establecido.[2]
Por eso, el discurso médico dispone que uno de los criterios de mayor peso para la internación es la peligrosidad del sospechoso para sí mismo y para los demás, y en consiguiente la incapacidad de hacerse “responsable” y “conciente” (dos palabras de suma profundidad conceptual en este tema) de sus propios actos. Se trata al sospechoso de ser loco como a un menor de edad.[3] ¿Quién determina esta minoridad? La internación requiere la firma de un psiquiatra y dos médicos más.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver el psicólogo, cuál es su quehacer en todo esto? Si afirmamos que el hospital psiquiátrico es un monumento al poder médico, un lugar donde se hace manifiesto el biopoder en su faceta más “inhumana”, uno de los mejores ejemplos de la medicalización de la sociedad (reflejado también en el lenguaje cotidiano y cómo nos referimos a los locos y la locura), si nos llenamos la boca y los libros con frases como éstas, debemos preguntarnos si el psicólogo tiene algo que hacer en el hospital psiquiátrico. Ya fue expresado: el psicólogo puede contribuir al poder médico y ponerse a su servicio trabajando como un simple auxiliar. Pero, ¿qué hay más allá de eso? Si el psicólogo libra una lucha económica y de poder contra el psiquiatra (palabras duras pero a nuestro entender verosímiles), ¿qué hace ahí adentro?
Podemos encontrarle un posible sentido a esta cuestión si pensamos en lo conveniente que es para el poder médico expresar sus intenciones de una concepción integral de salud mental, ergo, incluir psicólogos en los hospitales psiquiátricos (a las órdenes médicas, por supuesto), ergo, defender la existencia de estas instituciones alegando entre otras cosas que los psicólogos participan en su funcionamiento. Lo que se obtiene en realidad es una participación meramente formal e intrascendente del psicólogo. De nuevo, ¿qué hace ahí adentro?
Es cierto que hasta donde es capaz, el psicólogo puede contribuir a mejorar las condiciones de vida de los internados. Pero esto se acaba en el mismo paciente; son cambios en un nivel absolutamente micro. Esto, en cuanto a lo que el psicólogo efectivamente hace ahí adentro. ¿Qué debería hacer en relación al hospital psiquiátrico?
[1] Dr. Ángel M. Ginés, profesor de la Cátedra de psiquiatría, “Desarrollo y estado actual de la psiquiatría en el Uruguay”, en www.sitiomedico.com.uy.
[2] A propósito, resulta cuando menos curioso el tratamiento que se le da a una enfermedad “somática”, por llamarla de alguna manera, en comparación con el tratamiento dado a una enfermedad mental. La primera preocupa socialmente porque (si es el caso) puede ser contagiosa y generar epidemias, endemias o pandemias, con la consiguiente mortandad y disminución de fuerzas productivas, pero no más allá. En cambio la segunda preocupa socialmente porque muestra a todos las consecuencias menos deseadas de las prácticas de poder imperantes, y al mismo tiempo es un cuestionamiento de estas prácticas. Grosso modo, la naturaleza produce las enfermedades “somáticas”, mientras que es el hombre quien produce las enfermedades mentales; por este motivo, aquellas no tienen implicancias políticas, mientras que estas son una manifestación insoportable de los poderes en juego.
[3] Recordemos a Kant, que decía que la Ilustración (es decir, el imperio de la Razón), era la salida de la minoría de edad, de lo que podemos extraer la irracionalidad de un menor.
Relaciones de poder en las que se inscribe el psicólogo al trabajar en instituciones psiquiátricas